Yo regresaba de la caza e iba por la alameda del jardín. El perro corría delante de mí.
De pronto, aminoró sus pasos y empezó a caminar con cautela, como si olfateara un animal delante de sí.
Yo miré a lo largo de la alameda y vi un gorrión joven, amarillo alrededor del pico y con pelusa en la cabeza. Se había caído del nido (el viento mecía con fuerza los abedules de la alameda) y yacía inmóvil, indefenso, abriendo apenas sus alitas nacientes.
Él se lanzaba a salvar, a cubrir consigo a su criatura… pero todo su cuerpo pequeño temblaba de terror, su vocecita se hacía salvaje y ronca, ¡se sacrificaba!
¡Qué monstruo inmenso debía parecerle el perro! Y de todas formas no pudo seguir posado en su rama alta, segura… Una fuerza más fuerte que su voluntad lo había arrojado desde allí.
Mi Tresor se detuvo, reculó… Se veía que él también reconocía esa fuerza.
Me apresuré a llamar al perro turbado, y me alejé con veneración.
Sí, no se rían. Yo veneré a ese pequeño pájaro heroico, su ímpetu amoroso.
El amor, pensé, es más fuerte que la muerte y el miedo a la muerte. Sólo por él, sólo por el amor, se sostiene y mueve la vida.
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